6.17.2016

HOMBRE SACA LOS OJOS A SU MUJER. Parte I

Abre los ojos I

El 14 de mayo pasado Nabila Rifo de 28 años perdió sus ojos y sufrió varias fracturas de cráneo, tras una brutal agresión. En septiembre de 2013, Carola Barría fue atacada por su ex pareja, quien le sacó los ojos. Aquí su testimonio, publicado en revista Paula en 2014.
Recopilado por Gabriela García / Fotografías: Alejandro Araya

Paula 1142. Sábado 1 de marzo de 2014.
abre los ojos 3Es uno de los casos más brutales de violencia contra la mujer que han ocurrido en Punta Arenas. En septiembre pasado Carola Barría (33) fue atacada por su ex pareja, quien en un arrebato de celos le sacó sus ojos celestes en presencia de la guagua de ambos, de cinco meses. Hoy, Carola tiene prótesis oculares y aprende a desenvolverse en la ceguera con una impresionante entereza: en diciembre pasado se tituló de educadora de párvulos 
con nota 7 y quiere volver a trabajar. 
Este es su testimonio.
“No creo en los príncipes azules. Sí en los hombres buenos, y pensé que había encontrado uno para mí, cuando conocí a Juan Alejandro Ruiz Varas en febrero de 2011. En ese tiempo yo vivía con mi mamá y su pareja en el sector sur de Punta Arenas. Juan llegó como arrendatario de una de las piezas que estaba desocupada en la casa. Venía desde Porvenir a trabajar en una empresa constructora y necesitaba un lugar donde dormir. Desde un primer momento fue querido como un hijo más por mi familia.
Nos hicimos amigos. Era un momento de mi vida en que no lo estaba pasando bien. Nunca me había casado y por segunda vez estaba embarazada de un hijo que criaría sola: Ignacio. Él vivió todo ese proceso conmigo, incluso en algunas ocasiones me acompañó a los controles médicos. Conversábamos mucho. Me contó que era separado y tenía cuatro hijos, y que desde 2008 estaba cumpliendo bajo libertad vigilada una condena por violación, pero que él era inocente. Le creí. Nunca me ocultó nada, y hasta me tocó atender a la sicóloga que cada cierto tiempo iba a la casa a hablar con él como parte de su reinserción social. Era un hombre atractivo y, pese a ser introvertido, no tenía que hacer muchos esfuerzos para conquistar a una mujer.
A Juan le encantaban mis ojos celestes, a veces me decía que se los diera. También le gustaba la bachata, correr autos, las armas y la cuchillería. Tenía unos rifles que antes usó para cazar en Porvenir y otro armamento viejo que ya no servía para nada, y compraba en ferias de antigüedades. La pistola que sí funcionaba la tenía escondida dentro de varios bolsos que solo él y yo sabíamos dónde estaba; no era algo que anduviera exhibiendo.
Juan era cautivador, trabajador y sencillo y yo me encandilé con él. A fines de 2011 nos emparejamos y decidimos formar una familia. Las cosas se dieron súper rápido: teníamos una casa en el sector norte de Punta Arenas donde pronto nos fuimos a vivir con mi hijo mayor, Alan, e Ignacio, a quien Juan reconoció como su hijo en el Registro Civil. Era un buen papá. Él decía que jamás se había sentido así de feliz. Queríamos casarnos y viajar, pero los trámites de divorcio no le salieron fáciles y tuvimos que esperar. Un día me dijo que quería tener un hijo conmigo y yo, aunque no quería volver a embarazarme, accedí. La guagua se llama igual que él, Juan, pero yo le digo Michi. Nació en abril pasado, y fue entonces que nuestra relación comenzó a cambiar”.
PAÑALES Y CELOS
“Juan siempre fue celoso, pero cuando esta guagua llegó lo fue aún más. Sentía desconfianza hacia mí y discutíamos, porque consideraba que no le daba la suficiente atención a la relación. Por un lado tenía razón: criar a Michi, pero también a Ignacio, que tenía solo un año cinco meses cuando el tercer bebé llegó, convirtió mi vida en una maratón. Estaba cansadísima porque durante el día trabajaba en un colegio como técnico en educación especial para jóvenes discapacitados física e intelectualmente. Y por las noches, estudiaba para sacar mi título profesional de educadora de párvulos en la universidad. Sin querer, fui dejando de lado mi relación de pareja. Nos veíamos poco con Juan. Y cuando coincidíamos, yo no quería más guerra.
“¿Por qué no te arreglas como antes?”, me reclamaba y yo le contestaba que con la guagua apenas me quedaba tiempo para mí, que estaba cansada. Pero él no entendió ese proceso que cualquier mujer vive cuando tiene dos hijos chicos y está amamantando. Nunca me golpeó. Pero las discusiones eran cada vez más fuertes: me decía que no quería estar con él porque lo estaba engañando, que los niños tenían que estar con su mamá, que los dejaba tan solos que la gente había empezado a hablar de que el Michi no era su hijo, sino de otro. Ya no quería que estudiara por las noches, pero yo, que desde niña había querido ser profesora, no quise abandonar la carrera.
Su machismo fue aumentando con los meses. Hasta que en junio de 2013, cuando un día vine a visitar a mi mamá y él me vino a buscar, de repente dijo a viva voz: “Les tengo una noticia: la Caro me está engañando y no puedo soportarlo, así que mejor se queda aquí con ustedes”. Desde ese día nos quedamos ahí con Michi, Ignacio y Alan. Fue el momento en que nos separamos.
Tras la separación él continuó con esta idea de que le estaba siendo infiel: se le metió en la cabeza y no había cómo sacársela. Aunque ya no vivíamos juntos, se puso cada vez más controlador. Hablaba de que tenía unas grabaciones que me inculpaban y comenzó a mandarme mensajes de texto con insultos citando los lugares en los que me había visto durante el día, por lo que se notaba que me seguía. Sentía mucha rabia. En la casa de mi mamá no querían que fuera, pero accedí a que viniera a ver a los niños porque decía que los echaba de menos. Ya no estaba enamorada de él, la desconfianza me había matado poco a poco el sentimiento, pero también pensaba que podíamos, en algún momento, arreglar nuestros problemas y continuar con el proyecto que teníamos como familia. Juan estaba triste, había adelgazado mucho y dormía poco. Fumaba demasiado”.

EL ATAQUE
“Ese 8 de septiembre fue uno de esos días en que nos fue a visitar. Cocinamos ñoquis juntos en la casa de mi mamá, era un día normal. Como a las 18 horas, y antes de que llegara mi hijo mayor, Alan, de la casa de su papá, dejamos a Ignacio con mi mamá y salimos con Michi a comprar pañales. Como su camioneta no partió, fuimos en el BMW rojo de mi hermano. Cruzamos de sur a norte la ciudad. A mitad de camino me pidió que pasáramos a buscar efectivo a la casa que compartíamos antes de separarnos. Entonces, empezó la pesadilla.
Siempre les digo a mis amigas que cuando sientan miedo pongan atención porque ese miedo está advirtiendo algún peligro, pero cuando yo tuve esa corazonada, ya era demasiado tarde para reaccionar. Lo percibí cuando llegamos a la casa y él me obligó a bajarme del auto. Juan encendió la radio y subió el volumen. Y, de repente, sus ojos estaban desorbitados, idos. Ya no era el mismo Juan del que me había enamorado y sus celos aparecieron con mucha fuerza en ese momento. Estaba enfurecido, imaginando cosas que no existían, decía que el Michi era hijo de otro, que con quién había estado anoche, que lo estaba engañando, que era una tal por cual.
Me dio un combo en la mejilla izquierda tan fuerte que la hinchazón fue inmediata y apenas podía hablar. Luego me agarró del hombro derecho y me tiró al piso donde me golpeó la cabeza. Nunca perdí la conciencia, pero sí quedé atontada. Lo último que recuerdo fue que tomó un cuchillo de mango naranja… entonces vi la última imagen de mi vida: era mi guagua recostada en el sillón, con los ojos achinados, mirándome, hermoso. Luego, todo se fue a negro por completo.
No grité, no pataleé, no me defendí. Al contrario, me mantuve allí, callada, paralizada. Temía que le hiciera algo a Michi. Algo me decía que intentar contradecir a alguien que está mal de la cabeza podía ser peor y que era mejor seguirle la corriente.
Juan me subió al auto, y con una toalla sobre la cara que él me puso, sentada en el asiento del copiloto, me llevó en busca de quienes él imaginaba que eran mis amantes; yo llevaba en brazos a mi guagua. El primero, Mario Wolf, yo apenas lo ubicaba, pero sabía que vivía solo a unas cuadras de la casa de mi madre y por el mismo Juan sabía que se dedicaba a comprar vehículos baratos para arreglarlos y luego venderlos a un precio más alto, porque hace rato que quería cambiarle la camioneta. Con esa excusa Juan lo llamó ese día, deben haber sido aproximadamente las 21 horas. Apenas salió Juan le dijo que entrara al BMW de mi hermano. Mario se sentó en el asiento del piloto; Juan se quedó afuera y le disparó en la cabeza. Cayó muerto dentro del auto y Juan lo empujó a la calle. Yo estaba en shock.
Unas cuatro cuadras más allá, volvimos a detenernos, esta vez en la casa de Claudio Sandoval, a quien sí conocía de hace más de 12 años porque es el cuñado de mi hermano. Nuevo balazo. Estaba desesperada. Aterrada. Pensé que Claudio había muerto, pero después supe que sobrevivió y había quedado tetrapléjico porque el disparo fue en el cuello. Ahí le imploré a Juan que nos dejara con mi guagua en el hospital”.

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